Amalia tiene un huevo

Cuando Marcos y Paula eran pequeños pasaban parte del verano con sus abuelos. Vivían en el norte, en un pequeño pueblo, que no era un pueblo sino cuatro casas que bordeaban  una carretera y miraras por donde miraras siempre crecía una hierba verde con restos de rocío.

La abuela Eugenia y el abuelo Pepe tenían un gran terreno con dos casas. La casa vieja, que era la antigua casa familiar, y al lado la casa nueva. La casa nueva tenía las paredes remozadas y pintadas de blanco y aunque la llamaban la casa nueva, por dentro parecía nueva como de hacía cuarenta años. La casa vieja estaba llena de trastos viejos y casi nunca entraban en ella.

Además de las casas también tenían un corral. El corral era un recinto vallado por tres costados y el techo que se apoyaba sobre uno de los lados de la casa vieja.  Junto a la puerta del corral estaba la caseta de Moro, el perro, que era un agujero abierto en la pared. También estaban la Ramona, la vaca, y su ternera que se llamaba Flora, además de un toro al que llamaban "Toro" como si fuera el único toro del valle.

Marcos y Paula solían levantarse con la abuela Eugenía. Desayunaban juntos tostadas con mantequilla espolvoreada con colacao y luego la acompañaban al corral a recoger los huevos. Ellos se quedaban fuera con las manos agarradas a la verja de alambre con forma de rombo y observaban como la abuela se encorvaba para coger los huevos. Eran unas aves muy celosas y a menudo tenía que emplear la mano abierta para espantarlas. Estaban la María, Manuela, Margarita, Marina y Amalia. María era una gallina de corral. Tenía el pico carcomido por el paso de los años y su cresta era de un rojo pálido, rosáceo. Le faltaban casi todas las plumas del la cola. El paso de los años, le habían dado a María cierta corpulencia así que aunque uno no hablara gallina, cuando la veía con las otras sabía que María era la gallina dominante, la gallina que mandaba. Manuela era como una versión juvenil de María, con todas sus plumas de un color marrón y rojo intenso y nunca se separaba de su lado. Luego estaba Margarita que era una gallina americana y tenía la mitad de sus plumas de color negro. Después Marina y finalmente Amalia.

La abuela Eugenia recogía uno por uno los huevos. Los de María, Manuela, Margarita y Marina. Amalia era la más rezagada, podías ver como apuraba los últimos instantes hasta que Eugenia se acercaba a su cajón, agitaba las alas, y soltaba un picotazo. Eugenia por costumbre insistía hasta que Amalia se alejaba dubitativa para incorporarse a la habitual procesión por el corral con María comandándolas a todas.

María picaba el suelo polvoriento, cogía sobre todo granos de trigo y de vez en cuando algo de maíz. Justo detrás de María siempre iba Manuela, repasaba el suelo, barriendo con el pico de izquierda a derecha como el parabrisas de un coche. Se movían de punta a punta del corral haciendo eses, siempre con María al frente sin que ninguna osara adelantarse. Amalia siempre iba la última. Solía estirar el cuello hacía arriba como si estuviera absorta mirando al cielo. Luego se daba cuenta de que se había quedado atrás y volvía el cuello hacía abajo en busca de algún grano que las otras aves hubieran dejado atrás.

Marcos y Paula veían como cada mañana la abuela Eugenia recogía todos los huevos hasta llegar al cajón de Amalia. Amalia se mostraba nerviosa, miraba repetidamente a la abuela y apretaba el trasero contra el cajón con fuerza. Pero el resultado siempre era el mismo: su cajón estaba vacío.

Marcos y Paula empezaron a jugar a un juego con la abuela. Trataban de adivinar qué día Amalia pondría huevos. El que acertara tomaría helado de postre y para merendar. Marcos y Paula siempre decían que sería aquella mañana mientras que la abuela algunas veces decía ese día y otras que lo haría la mañana siguiente. Pero día tras días ninguno de los tres acertaba nunca.

Amalia debió de oír algo de todo aquello porque empezó a pasar más rato del habitual en su cajón, o puede que simplemente empezaba a estar impaciente. Muchas tardes Marcos y Paula iban al corral y la miraban esperar. Amalia doblaba sus patas delicadamente, se posaba encima del cajón y apretaba sus plumas contra la paja. Podía pasarse horas así. Luego, de vez en cuando se levantaba y estiraba el cuello hacía dentro, con aquel gesto tan suyo que ninguna de las otras aves era capaz de hacer, esperando algo que nunca aparecía.

Marcos y Paula seguían jugando al juego. Un día estaban merendando con la abuela en la cocina cuando entró el abuelo.  Tal y como hacía con todo el mundo últimamente, Paula le preguntó al abuelo si quería adivinar cuándo Amalia pondría huevos «si lo aciertas podrás tomar helado de postre y para merendar» añadió. A continuación el abuelo miró a la abuela, Marcos pudo ver como la abuela le devolvía el gesto al abuelo y sonreía brevemente. Entonces el abuelo se dirigió a la nevera. Abrió el congelador y cogió una tarrinita de helado de chocolate y vainilla. Se sentó con Marcos y Paula. Levantó la tapa de su tarrina, separó la cucharita de plástico que venía adherida y dio varias cucharadas al helado empezando por la parte de vainilla. Marcos iba a decir algo pero el abuelo lo interrumpió: «Nunca, Amalia no es una gallina».

La abuela sacó dos tarrinas más y les explicó la historia de Amalia. Poco antes de nacer Marcos y Paula, Amalia apareció por el terreno. Pensaban que se habría escapado de alguna casa cercana, preguntaron a varios vecinos pero ninguno sabía nada de aquel ave. Tenía una cresta de plumas amarillas, un pico oscuro, el plumaje blanco y oscuro y las patas largas y delicadas como las de una cigüeña. Llamaron al veterinario y les dijo que no era una cigüeña, tampoco una gallina, era algo así como una grulla, «una grulla gris real». Al abuelo le daba igual lo que fuera, el animal le era simpático y como nadie lo reclamaba decidió quedárselo. Un día se encontraron a Amalia mirando el corral de las gallinas, bastó que la abuela le abriera la portezuela para que entrara sola. Le hicieron un cajón a su medida como al resto de las gallinas y no tardó en integrarse como una más.

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